De acuerdo a la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), 820 millones de personas en el mundo se encuentran sufriendo hambre crónica; a saber, no logran consumir suficiente energía calórica para llevar una vida normal. Entre ellos, 113 millones se enfrentan a una inseguridad alimentaria aguda, lo que implica un contexto de hambre cuya gravedad es una amenaza inmediata para sus vidas.
Lo anterior pone en un contexto de dramatismo, pero a su vez de realismo, la importancia del sector agrícola en un momento en que es probable que las restricciones al transporte y las medidas de cuarentena propias del COVID 19 frenen la capacidad productiva de los agricultores, obstaculizando la venta de sus productos.
La propia FAO ha sugerido a los diversos gobiernos: a) garantizar el comercio internacional y adoptar medidas que protejan la cadena de suministro de alimentos, b) priorizar las necesidades de los sectores más vulnerables en materia de alimentación, y c) mantener activas las cadenas de valor de suministro de alimentos a nivel nacional.
Garantizar la alimentación se constituye, por lo tanto, hoy en día en un imperativo insoslayable. Sin embargo, esta exigencia también nos debiese permitir repensar nuestra matriz agrícola, fortaleciendo una dinámica productiva agroecológica, que la evidencia muestra como aquella que tiene la capacidad de producir localmente gran parte de los alimentos necesarios para las comunidades urbanas y rurales, sobre todo en un mundo amenazado por el cambio climático y por las crisis sanitarias que estamos viviendo, las que, todo indica, cada vez serán más frecuentes en nuestra cotidianeidad.
Este es, por lo tanto, el momento justo para: a) observar y ampliar las experiencias de agroecología optimizando y mejorando las capacidades productivas de los pequeños agricultores locales y urbanos, b) favorecer la viabilidad económica de estos esfuerzos, garantizando oportunidades equitativas de mercado local y regional regidas por los principios de la economía solidaria, c) fortalecer el rol de los consumidores en su comprensión de que alimentarse es un acto ecológico, político y de cuidado, y que así el apoyar a los agricultores locales favorece la sostenibilidad y la resiliencia socio-ecológica que hoy nos es tan fundamental. El propio Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura ha recientemente señalado que hoy es el tiempo para “unir al continente y repensar los paradigmas de nuestra agricultura”. Aprovechemos, entonces, esta crisis para repensar éticamente la relación entre economía, producción agrícola y nutrición”.
Marcel Thezá Manríquez, Investigador CEDER